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El fin de la ambigüedad
La larga crisis sobre Irak y la guerra en curso plantean una cuestión central para los europeos: tras una división tempestuosa, ¿volverá la Unión Europea a la calma, o habrá que replantearse todo el proyecto europeo?
Los Estados miembros de la UE se han mantenido hasta ahora bastante ajenos a los problemas del mundo, limitándose a preservar su bienestar económico y a disfrutar de la protección ofrecida por Estados Unidos. Los países candidatos también quieren adherirse a ese cómodo planteamiento. A pesar de las declaraciones grandilocuentes de la UE, esto quiere decir que la política exterior y de seguridad europea es una empresa de cortos vuelos y que la Unión no será nunca un verdadero actor global.
Es verdad que la UE ha desarrollado una capacidad de prevención de conflictos a largo plazo, sobre todo a través de la acción de la Comisión. Igualmente, la UE está poniendo en marcha una modesta fuerza militar para la gestión de crisis. La debacle política de Irak ha demostrado a las claras que estos pasos son útiles pero no suficientes.
La UE podía seguir viviendo en ese limbo dorado en mundo sin retos mayores. Desde el 11 de septiembre de 2001, esto ya no es así. A partir de ahora hay que hacer frente al terrorismo internacional y a la proliferación de armas de destrucción masiva. Pero sería miope concentrarse sólo en estas dos lacras. Otros problemas globales, como la protección del medio ambiente y de los recursos, la lucha contra el subdesarrollo endémico, la solución pacífica de conflictos enquistados, el refuerzo de las instituciones multilaterales, y la promoción de los derechos humanos y de la democracia exigen una respuesta responsable. Europa tiene que elaborar y, lo que es más importante, ejecutar políticas coherentes sobre todas esas cuestiones.
La Unión Europea debe tomar decisiones urgentes si no quiere perder credibilidad. Hasta ahora, se había mantenido una cierta ambigüedad en torno al fin último del proyecto europeo y su política exterior y de defensa. Con la crisis de Irak, el tiempo de la ambigüedad ha pasado.
Las preguntas que debemos plantearnos son muy directas: ¿cuáles son nuestras ambiciones históricas? ¿Responden las políticas exteriores individuales de los Estados a las expectativas de los ciudadanos? ¿Y a los intereses nacionales a largo plazo? ¿Estamos preparados para defender los principios de la convivencia pacífica en los que se asienta Europa? ¿Queremos asumir nuestra responsabilidad o seguir siendo ricos pero irrelevantes? Si de verdad queremos evitar esta irrelevancia, estamos obligados a dar un salto cualitativo. ¿Estamos listos para ello?
Los ciudadanos de varios Estados europeos, al menos, están más que preparados. La inmensa mayoría de los ciudadanos en esos Estados piden con fuerza una política europea exterior y de seguridad común digna de ese nombre. La pelota está ahora, por tanto, en el campo de los líderes políticos.
¿Cuál sería ese salto cualitativo? Una posibilidad muy atractiva es la creación de una Unión Exterior y de Defensa (UED) entre los Estados que lo deseen. Este ejercicio sería diferente de la reforma constitucional en curso. La filosofía de la Convención es reformar las instituciones y simplificar los textos constitucionales para preparar la ampliación. La idea de una UED sería crear un núcleo de Estados miembros de la UE que acordaran definir una política exterior y de defensa verdaderamente común y eficaz, de acuerdo con los principios y valores de la UE.
El establecimiento de una UED no debería afectar a la UE o a la OTAN, ya que todos los miembros de la primera respetarían sus compromisos en la Unión y en la Alianza Atlántica. Una UED también reforzaría la relación con los Estados Unidos, al demostrar que los europeos somos serios sobre las cuestiones globales, pero sin transigir sobre el necesario respeto de los principios. La UED tampoco debería afectar a la soberanía de los Estados. El propósito principal de una UED sería establecer una serie de objetivos compartidos y coordinar los medios para su realización. Los Estados participantes deberían superar progresivamente el método intergubernamental, e incluso integrar gradualmente sus servicios exteriores y sus fuerzas armadas.
Una UED trabajaría en estrecha cooperación con Naciones Unidas y no supondría una amenaza para nadie, ya que estaría anclada en los principios que rigen la Carta. El desarrollo de tal Unión, sin embargo, supondría un aumento de los presupuestos dedicados a esos fines, pues los ciudadanos deberían comprender que jugar un papel relevante en el mundo: (a) es costoso; (b) exige aumentar la proyección exterior y la cooperación al desarrollo; (c) obliga a mantener unas fuerzas armadas cualificadas; y (d) a veces exige el uso de la fuerza con causa justificada.
En la historia de la integración europea ha habido muchas propuestas acerca de un "núcleo duro", "círculos concéntricos" o "dos velocidades". La crisis de Irak permite arrojar nueva luz sobre estas nociones. En primer lugar, una UED creíble sólo podría ponerse en pié a través de un acuerdo profundo entre Alemania y Francia. Esto representa un gran reto político para estos países que, aún ligados por un estrecho vínculo, mantienen una ambición internacional y una idea del uso de la fuerza diferentes. Sin embargo, como ha mostrado la crisis de Irak, es posible un compromiso entre ellos sobre la base de la complementariedad y de convicciones comunes.
En segundo lugar, si el tándem franco-alemán toma el liderazgo, habría que evitar los recelos de otros países, incluyéndolos en las negociaciones desde una etapa muy temprana. Sobre la base de la voluntad de cada Estado miembro, ninguno debería ser excluido de entrada.
Finalmente, esta propuesta sería una buena oportunidad para que España retomara un papel central en el concierto europeo. Como la historia reciente demuestra, España ha salido ganando con la integración europea. España, de acuerdo con los deseos aquilatados de sus ciudadanos, debería estar en primera línea de la nueva reflexión estratégica que, a propósito de la guerra de Irak, acaba de abrirse en Europa.
Martin Ortega y Burkard Schmitt son investigadores en el Instituto de Estudios de Seguridad de la UE en Paris. En este artículo expresan sus opiniones personales.